–Esos tipos tienen que pagar cárcel–, nos dijo el taxista; un llanero que a pesar de los años que llevaba en Bogotá, hablaba con la franqueza que caracteriza a sus coterráneos. –Le hicieron mucho daño a este país. Esos tipos tienen que pagar-.
Se refería los guerrilleros de las FARC que se iban a desmovilizar en los próximos meses. Era de lo único que se hablaba en los días posteriores al plebiscito, y en esa carrera nocturna, el taxista resumió, con palabras simples y directas, uno de los puntos álgidos del desacuerdo que dividía al país: ¿cómo garantizar que los que cometieron crímenes asuman las consecuencias de sus actos? ¿Cómo asegurar que el retorno de estas personas a la sociedad no sea traumático para todos?
En las primeras semanas de octubre, estas preguntas entraron en las discusiones entre amigos, los almuerzos familiares y los encuentros en la calle. Sin embargo, llevaban tiempo flotando en el aire; inclusive, la sociedad ya había tomado una determinación al respecto. ¿Cómo hacer que los criminales paguen? Encarcelándolos. ¿Cómo asegurar que el retorno a la sociedad no sea traumático? Fácil: dejándolos allí la mayor cantidad de tiempo posible.
Estas respuestas han guiado la política carcelaria en Colombia durante las dos últimas décadas. Desde 1994, la población carcelaria ha aumentado, en promedio, a una tasa cinco veces mayor que la de la población colombiana, llegando a ser hasta 11 veces mayor en 2009 (Figura 1). Actualmente, se estima que 1.4 millones de personas están privadas de la libertad (Departamento Nacional de Planeación, 2015).
Figura 1. Crecimiento de la población carcelaria entre 1994 y 2010
Fuente: Elaboración propia con datos de (Ariza & Iturralde, 2011, pág. 12) y (Departamento Administrativo Nacional de Estadística, 2016)
El aumento de la población carcelaria puede ser consecuencia de un aumento en la criminalidad; sin embargo, la cantidad de presos ha crecido de forma mucho más acelerada que los crímenes, lo que señala hacia una causa más profunda (Iturralde, 2016). Algunos autores sugieren que hay una tendencia mundial a que los estados canalicen los miedos de la sociedad “por medio del aumento e intensificación de los aparatos y técnicas de control y seguridad” (Ariza & Iturralde, 2011, pág. 119). Es decir que el aparato estatal reafirma el control ante la sociedad promoviendo las penas privativas de la libertad. Y de hecho, si uno lo mira desde la perspectiva del taxista, es lo que la mismas personas terminan exigiendo. El problema es que muy pocos saben lo que ocurre dentro de las prisiones.
Como resultado del aumento en la población carcelaria, en 2013 se alcanzó un pico en las tasas de hacinamiento en las prisiones de 56%, y se calcula que para 2018 llegará al 77% (Departamento Nacional de Planeación, 2015). Con el hacinamiento llega la falta de higiene, las enfermedades y la insuficiencia de alimento. Además, se dificulta la ejecución de programas educativos o de oficios, que facilitan la reinserción de las personas a la sociedad.
Figura 2. Diagnóstico y proyección de cupos de la población carcelaria
Fuente: (Departamento Nacional de Planeación, 2015, pág. 21)
Si yo le hubiera dicho todo esto al taxista, a lo mejor me hubiera contestado: –¿Y qué? Ya sé que se vive mal en una cárcel. Pero esas personas no se merecen nada mejor–.
No sé lo que se merecen ni los miembros de las FARC, ni los criminales comunes. Lo que sí está claro es que el hecho de estar encarcelado puede tener poco que ver con lo que una persona se merece, y mucho que ver con el contexto socioeconómico del que proviene. En 2010, el 16.8% de los condenados estaba allí por homicidio, el 16.3% por hurto, el 14.5% por porte ilegal de armas y el 13,6% por tráfico de estupefacientes (Arenas & Cerezo, 2016). Todos estos son delitos visibles, en el sentido de que son comúnmente perpetrados por personas a las que es fácil perseguir o judicializar, y que además están asociados a operativos de las agencias de seguridad del Estado (Ariza & Iturralde, 2011). Otros delitos, como el lavado de activos, la corrupción, los crímenes corporativos y otras modalidades de homicidio, están ligadas a mandos medios y altos de las estructuras delictivas, pero no son tan fáciles de perseguir (Useen y Piehl, 2008, citado en (Departamento Nacional de Planeación, 2015).
Además, en 2010 el 31% de los reclusos no había terminado la primaria, el 11% terminó la primaria pero no cursó bachillerato, y el 40% tenía bachillerato incompleto (Arenas & Cerezo, 2016). La falta de educación les restringe el acceso al mercado laboral formal, y en efecto, en la muestra de Huertas et. al. (2015), el 62,2% de los presos trabajaba en la informalidad antes de ser aprehendido.
Más aún, las condiciones de vida en las que están la mayoría de reclusos del país afectan a toda la sociedad, porque está demostrado que son centros multiplicadores del crimen. Un recluso promedio está encerrado en un ambiente hostil e inseguro. Para tener una calidad de vida por lo menos aceptable durante su estadía, tiene que hacer maniobras –legales o ilegales– para conseguir papel higiénico, cigarrillos o comida que complementen su ración diaria; puede desarrollar complicaciones de salud que implican un costo para el Estado; o puede terminar consumiendo droga para pasar las horas (Restrepo & Moreno, 2011). El tener que sobrevivir en este ambiente puede generar secuelas psicológicas, económicas y de salud que dificultan su vida al recuperar la libertad. Además, abre la puerta para que estructuras delictivas abran mercados negros de bienes, droga y celulares.
La realidad es que aún sabemos muy poco acerca de lo que pasa al interior de las cárceles. Para la mayoría de la sociedad, es un agujero negro al que se destierra a los delincuentes, y muy pocas veces nos preguntamos, ¿quiénes están allí? ¿Por qué están ellos y no otros? ¿Qué hacen cuando salen libres? ¿Qué podemos hacer para que los presos que pueden volver a la sociedad lo hagan, y los que no deben volver en efecto se queden?
Todas estas son preguntas fundamentales que se volvieron urgentes ahora que se empezó a hablar de justicia transicional, y para contestarlas, hay que volver a examinar lo que sucede al interior de las prisiones. Como voluntarios, tenemos la oportunidad única de ver esta realidad por dentro. De entender que el slogan popular de “cárcel para [cualquier crimen]” tiene efectos profundos sobre quienes están adentro, no es sostenible, y no soluciona el problema de la criminalidad. De darse cuenta que muchos de los que están ahí no lo estarían de haber tenido otras oportunidades en la vida. Y esto nos pone en una posición privilegiada para hablar de justicia y reconciliación en este momento crítico de la historia de nuestro país.
Bibliografía
Ariza, L., & Iturralde, M. (2011). Los muros de la infamia: Prisiones en Colombia y América Latina. Bogotá: Universidad de los Andes.
Departamento Administrativo Nacional de Estadística. (30 de Junio de 2016). Estimaciones de Población 1985-2005 y Proyecciones de Población 2005-2020 . Base de datos. Bogotá, Colombia.
Departamento Nacional de Planeación. (19 de Mayo de 2015). Política Penitenciaria y Carcelaria en Colombia. Documento CONPES(3828). Bogotá: Gobierno de la República.
Iturralde, M. (2016). Colombian prisons as a core institution of authoritarian liberalism. Crime, Law and Social Change, 65, 137-162.
Restrepo, D., & Moreno, C. (2011). La conversión religiosa en los centros penitenciarios: el caso de "La Blanca" en Manizales. Virajes(13), 237-255.
Arenas, L., & Cerezo, A. (2016). Realidad penitenciaria en Colombia: la necesidad de una nueva política criminal . Revista Criminalidad, 58(2), 175-195.
Huertas, O., Sotelo, E. M., López, É. J., Bolívar, E., & Camargo, E. (Mayo-Agosto de 2015). Percepción, expectativas y temores frente al regreso a la libertad en una muestra de reclusos colombianos en el año 2011. Revista Criminalidad, 221-233.
Maria Medellin Esguerra
María Medellín es economista de la Universidad de los Andes, investigadora, apasionada por las iniciativas sociales, obsesionada por Asia, y coautora de un libro (si algún día termina de editarlo).